
Para quienes no estén familiarizados con esta dinámica, en la inmensa mayoría de los casos, quienes investigan no reciben ninguna compensación de las editoriales académicas al publicar su trabajo, ni control sobre los derechos vinculados a su difusión. No se recibe remuneración por artículos, capítulos de libros y, casi nunca, por los propios libros. Sin embargo, todos estos materiales son comercializados por las editoriales, que ganan sumas millonarias con el trabajo que obtienen gratuitamente, y ejercen control sobre esos contenidos. En el mejor de los casos, un investigador puede recibir un anticipo simbólico por un libro, pero esto está lejos de ser la norma. El mercado se dirige casi exclusivamente a la propia academia, y las bibliotecas son los principales clientes de estas carísimas publicaciones. Las regalías para los autores, cuando existen, son mínimas.
Acceso abierto, derechos de autor y edición académica
Una solución a este problema son los modelos que ofrecen recursos científicos en acceso abierto. El acceso abierto implica la posibilidad de publicar contenidos, artículos o libros, sin las restricciones de suscripción impuestas por los editores. También puede ser facilitado por las propias grandes editoriales, que cobran a los autores tarifas de varios miles de euros para “liberar” su trabajo de los derechos de autor y ponerlo a disposición del público. Asimismo, existen revistas académicas completamente de libre acceso, cuyos editores no cobran por ofrecer contenidos gratuitos. Muchas de estas revistas son de excelente calidad y gran prestigio, pero operan en un mundo diferente: son la excepción y, al mismo tiempo, la respuesta a una distorsión.
El impulso hacia el acceso abierto ha ido intensificándose progresivamente a lo largo de los años, impulsado por investigadores, instituciones académicas y organismos de financiación que ahora exigen cada vez más que las publicaciones estén disponibles en algún formato abierto. Si se tiene la suerte y, de nuevo, el privilegio de trabajar para una institución o recibir financiación de un organismo que apoya el acceso abierto, se está en buena posición. Algunas universidades tienen acuerdos con editoriales para cubrir las tarifas de acceso abierto de los artículos publicados por sus investigadores. Algunos organismos financiadores, como el que apoyó parte de mi trabajo, también ofrecen subsidios para cubrir estos costos, incluso en libros. Sin embargo, este es terreno de privilegios, desigualdades y geografía: factores que conceden ventajas y amplifican brechas.
En general, la edición académica es un universo de dinámicas de poder y explotación en el que todos estamos implicados en diferente grado. Para que su IA fuera más eficiente, Meta necesitó entrenarla también con textos académicos. En esto, incluso Meta encontró un obstáculo en los derechos de autor y, para eludirlos, recurrió a una base de datos formalmente ilegal como LibGen, y lo hizo en secreto. Se trata de una paradoja gigantesca. Meta podría haber infringido leyes y quizá enfrente demandas de editoriales por infracción de derechos. Sería fácil ver en este movimiento algún tipo de reacción contra un sistema injusto, una respuesta necesaria para el bienestar de la humanidad, que, con una IA mejor, solo tendría que ganar. Incluso podría parecer una victoria contra los derechos de autor. Pero hablamos de una gigante tecnológica que no tiene como objetivo la libre difusión del conocimiento. Las plataformas sociales, incluidas las de Meta, son extremadamente laxas al responder a solicitudes de retirada por supuestas infracciones de derechos, y esta herramienta suele usarse incluso para censurar contenidos. ¿Cómo debe salir Meta del discurso sobre la lucha contra los derechos de autor? Después de 20 años de canibalización de la red por parte de estas empresas, ¿realmente creemos que hay un indicio de espíritu pirata en sus acciones?
El extractivismo de la IA generativa
Las razones por las que existe la piratería académica no tienen nada que ver con la posibilidad de que esta pueda ser explotada por una corporación. Esto debe quedar especialmente claro cuando se habla de inteligencia artificial. No es posible hablar de IA omitiendo sus rasgos políticos y económicos, o haciéndolo en abstracto, olvidando que la IA que ofrecen las big tech es un producto depredador desde múltiples perspectivas, además de una herramienta surgida de las mismas dinámicas de poder que llevan más de veinte años contaminando la red.
No se trata de demonizar las herramientas que tienen aplicaciones prácticas extremadamente útiles, incluso para la propia investigación, sino de no perder de vista la naturaleza de esas herramientas, la actuación de las empresas y sus objetivos. El problema no es la IA, sino las condiciones en las que se crea, los actores implicados y sus fines. Y en este caso no estamos hablando de una IA desarrollada por la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN, por sus siglas en inglés), ni por instituciones públicas o de investigación, sino de la inteligencia artificial de Mark Zuckerberg.